jueves, 13 de agosto de 2009

MARIANO BAENA (pp. 184-198)

Baena del Alcázar Mariano, Curso de Ciencia de la Administración, Madrid, Tecnos, 2000, pp. 184-198.

II. LA ADMINISTRACIÓN Y LOS FACTORES POLÍTICOS GENERALES
Después de haber examinado la cuestión más genérica de la visión de las Administraciones públicas por las distintas ideologías, debe intentarse situar a la Administración en su contexto político y social partiendo de otro nivel de análisis. Se trata ahora de reflexionar sobre la influencia que ejercen en nuestro objeto de estudio factores políticos de gran importancia, pero de carácter más concreto. Planteando el problema con la necesaria amplitud, ello debe referirse, desde luego, ante todo a los factores que afectan al Estado mismo, dejando para una consideración posterior los demás elementos del sistema político.
Centrándose, pues, en el Estado hay que considerar como factores principales la estructura territorial del mismo, la forma política y el régimen político. Pero estos factores tienen un valor desigual a nuestros efectos, al menos en la situación de los Estados contemporáneos y de sus respectivas Administraciones públicas. Desde luego habrá que detenerse en el estudio de la estructura territorial, dadas las fundamentales diferencias entre las Administraciones de los Estados federales y los unitarios, donde a veces incluso los mismos problemas se plantean con enfoques distintos, dada la diversidad en la distribución del poder. En cambio, a diferencia de otros tiempos, la forma política de Monarquía o República apenas tiene una influencia en las Administraciones públicas. Si acaso puede existir una tendencia a que el complejo administrativo al servicio del Jefe del Estado sea algo mayor en las Monarquías. También podría ser de interés averiguar si se articula de modo diferente en uno y otro caso la relación del Jefe del Estado con las fuerzas políticas y si ello afecta de algún modo a la situación de un pequeño grupo de altos burócratas eventualmente implicados en el tema.[1] Pero en todo caso se trata de cuestiones de interés menor referidas a la alternativa Monarquía o República, por lo que se prescindirá del examen de la forma política. En cambio sí ofrece gran interés la diferencia entre un régimen totalitario o autoritario y otro democrático y dentro de éste entre el presidencialismo y el parlamentarismo. Debe examinarse, por tanto, la situación relativa de las Administraciones públicas según la estructura territorial del Estado y el régimen político, pero conviene destacar las condiciones de esta exposición. Como otros temas de las ciencias administrativas, se trata, salvo excepciones, de materias escasamente estudiadas, atendidas a lo sumo en cuanto a su enfoque general por la doctrina francesa. Por ello habrá que efectuar la reflexión, sin perjuicio de recoger estas aportaciones, sobre la base de los conocimientos acerca de la historia y el funcionamiento actuales de las Administraciones públicas.
Por otra parte, habrán de tenerse en cuenta dos condicionantes generales. De una parte, la enorme influencia de la situación alcanzada en cuanto al desarrollo económico y social, lo que concuerda con la contingencia del Estado y sus Administraciones públicas. Ello dificulta considerablemente la elaboración de una teoría general y obliga a relativizar las afirmaciones siguientes, limitando su aplicación a los países desarrollados. De otra parte, habrá de tenerse en cuenta la interrelación de unos factores con otros, evitando generalizaciones en las que ha caído frecuentemente la doctrina. Así resulta del mayor interés la situación de los Estados Unidos, donde se combinan el federalismo y el presidencialismo, pero esta combinación no tiene porqué darse necesariamente. Por tanto, habrá que considerar la situación administrativa en el federalismo en general y en su respectivo contexto en el presidencialismo, sin aceptar la obligada vinculación de ambos factores. Asimismo hay que evitar la asociación entre federalismo y democracia, relativamente normal pero que no se da siempre. Por último, habrá que tener presente cómo se combina con los demás factores el modo peculiar de entender la división o separación de poderes.
III. LA ESTRUCTURA TERRITORIAL DEL ESTADO. LA ADMINISTRACIÓN EN LOS ESTADOS FEDERALES y EN LOS ESTADOS UNITARIOS
I. GENERALIDADES
Nuestro examen de los factores estructurales debe referirse a la influencia que tienen en las distintas Administraciones públicas las diversas formas en que estén configurados los elementos del Estado. Se entiende por éstos, de acuerdo con la más tradicional teoría política, la población, el territorio y el poder.
Sin embargo, debe descartarse del presente estudio la configuración del elemento humano, es decir, de la población, que presenta a estos efectos un interés real pero secundario. Ciertamente, en algunos Estados se plantea el problema de la coexistencia de distintas minorías (Líbano) o de comunidades con características lingüísticas y culturales diferentes (Bélgica), lo que repercute en la Administración. Así, en cada órgano colegiado de las distintas Administraciones o en cada estructura administrativa plural se procura asegurar un equilibrio entre las minorías o comunidades, repartiendo los puestos entre ellas28.[2] Supuesto muy distinto pero en el que se plantea también este tipo de problema es el de los Estados en vías de desarrollo, que deben asegurar un equilibrio entre los grupos étnicos y tribales, lo cual puede obtenerse distribuyendo el poder entre ellos o, quizá con más frecuencia, asegurando fuertemente el predominio de uno solo.
Pero, en cualquier caso, como se ha dicho, la importancia del elemento población es secundaria. Hay que concentrarse, por tanto, en los otros dos, es decir, en la estructuración de las zonas territoriales y en la distribución de los centros de poder, cuestiones ambas que están complicadas entre sí.
2. EL ORIGEN DEL PROBLEMA y LAS PRINCIPALES CUESTIONES ADMINISTRATIVAS
En la situación del Estado-ciudad el poder del Estado era único al coincidir la estructura municipal con la estatal sin perjuicio de la incorporación de núcleos urbanos menores, pues éstos carecían normalmente de estructuras de autogobierno. En cambio, cuando los sujetos políticos que actúan han pasado a un estadio de evolución posteriori se plantea siempre cuando menos la dualidad Estado-municipio, que aunque tiene orígenes históricos remotos debe examinarse en las circunstancias de nuestro tiempo.
En esta línea de pensamiento puede utilizarse con provecho la distinción de GIANNINI entre Estado-ente y Estado-complejo coordinado de entes.[3] En el primero, no puede excluirse la existencia de centros de poder menores, pero la primacía política por derecho propio y por excelencia corresponde únicamente al poder central. El ejemplo más acabado de un Estado-ente es posiblemente el de Francia, no sólo en la situación posterior a la Revolución, sino incluso durante la Monarquía absoluta. Por el contrario, en el Estado-complejo coordinado de entes se reconoce siempre a los centros menores un protagonismo político por derecho propio. El ejemplo típico es el sistema inglés de self-government.
Pero prescindiendo de esta ejemplificación, que se refiere a otras épocas o a tipos de Estado más que a las situaciones actuales, la distinción entre Estado simple y complejo encuentra su formulación más clásica en el Estado federal, en el que coexisten no sólo el Municipio y el Estado (el federal en este caso), sino además las estructuras administrativas de los Estados federados. Nótese, sin embargo, que el dualismo Estado-Municipio permanece, no sólo en otras formas de Estado complejo como en Inglaterra, sino además en los Estados unitarios donde continúa siendo una fuente de problemas políticos, aumentados cuando las circunstancias actuales han cargado de nuevas tensiones los viejos planteamientos.
En cualquier caso, esta complejidad de los Estados actuales no sólo se plantea en cuanto a las instancias políticas. La existencia de una pluralidad de Administraciones es una cuestión de primera magnitud, tanto en cuanto a su configuración como en cuanto a las tareas a realizar por cada una de ellas. Resumiendo las principales cuestiones administrativas que se deducen de la distribución territorial entre los distintos centros de poder, pueden enumerarse como principales las siguientes, que se dan en medida distinta tanto en los Estados federales como en los unitarios:
-La existencia misma de una pluralidad de Administraciones Públicas, lo que deriva del carácter de la Administración de elemento inseparable del Poder. En virtud de su diferenciación como ente local, de su autonomía, o de su carácter de Estado federado, cada centro de Poder tiene derecho a disponer de su Administración.
-La necesaria distribución de tareas entre las Administraciones, que da lugar a problemas de gran complejidad, sobre todo porque no es posible establecer una separación rígida entre sus actividades.
-La coexistencia en los mismos espacios territoriales de unas administraciones y otras, problema íntimamente ligado con el anterior. Cada Administración menor está integrada en el ámbito territorial de otra mayor, que a su vez Puede estar en la de otra según la estructura del Estado.
-Las relaciones de unas Administraciones con otras, cuestión política general en la que suelen subsumirse las anteriores.
3. LA ADMINISTRACIÓN EN LOS ESTADOS FEDERALES
Veamos ahora algunos de los problemas que se plantean en cada tipo de Estado, aunque desde luego no se aludirá más que a las cuestiones muy generales de la máxima importancia. En cuanto a la administración en los Estados federales, su rasgo peculiar es, desde luego, la coexistencia entre los tres niveles administrativos de la federación, los estados federados y los Municipios. No debe olvidarse que este esquema no está siempre acabado, Pudiendo existir distritos o territorios que todavía no alcanzaron los requisitos, generalmente de Población, necesarios Para convertirse en Estados federados. Por otra Parte, siempre sin olvidar las fundamentales diferencias políticas, la problemática ,aquí planteada Puede extenderse a los Estados complejos de carácter regional o autonómico.
Además de estas advertencias, debe recordarse la heterogeneidad de los Estados federales. No son los mismos las situaciones y los problemas de aquellos caso en que realmente existió alguna vez una independencia de las unidades políticas anteriores al Estado federal, que el de aquellos otros en que la federación es una consecuencia de una revolución o una guerra. No faltan asimismo casos de federaciones casi ficticias, resultado de criterios políticos de organización, en las que los Estados federados cumplen Un papel parecido al de las provincias en los Estados unitarios.
A) El problema clásico
Un problema político clásico que se plantea en este tipo de Estados es el de la proveniencia de los funcionarios federales.[4] Frecuentemente Se suscitan toda clase de recelos cuando dichos funcionarios Son reclutados exclusiva o preferentemente entre la población de un Estado federado o de Un pequeño grupo de Estados, de mayor desarrollo o que tuvieron Un protagonismo o Una influencia más activos en la formación de la federación.
Dicho problema se ha planteado en la práctica. Así, en los Estados Unidos, sobre todo en el siglo pasado, repetidas veces se denunció en el Senado que los funcionarios federales provenían casi todos ellos de los Estados del Este, sobre todo de Nueva Inglaterra. Por otra parte, la preocupación de evitar este recelo es sin duda un factor de importancia entre otros varios que influyó en la política soviética de igualdad entre los ciudadanos de distintas razas y lenguas de las Repúblicas de la antigua Unión, criterio diametralmente opuesto al de la política de rusificación de los zares. Pero, si es cierto que se trata de un problema real, quizás no lo sea tanto que se trate de un problema específico de los Estados federales. Así, por ejemplo, la cuestión se suscitó en la Italia recién unificada donde en el Parlamento reunido en Florencia (antes de la incorporación de los Estados Pontificios) se presentaron quejas al Gobierno en el sentido de que la mayoría de los funcionarios centrales provenían del antiguo reino de Saboya.
En consecuencia, conviene no insistir sobre la cuestión, que, a lo sumo, hay que considerar importante en los primeros años de formación de un nuevo Estado, independientemente de que se trate de un Estado federal.
B) Los problemas actuales
De más interés son otras cuestiones, que deben plantearse subrayando sólo tendencias de carácter muy general. Se prescinde del problema centralización-descentralización, que se da también en las federaciones, a propósito de la relación entre Estados federados y Municipios, aunque siempre de forma atenuada, y que posiblemente encuentra mejor su sede en el estudio de los Estados unitarios. Dejando aparte, por tanto, esta cuestión, I.as dos principales a examinar son la distribución de tareas entre la federación y los Estados federados, y la coexistencia de ambas Administraciones en los mismos espacios territoriales.
En cuanto al primer punto, no nos interesa ahora entrar en el sistema de distribución de funciones mediante la formulación constitucional de una o más listas, propio de la ciencia política en sentido estricto. Por el contrario, sí interesa destacar que la tendencia general consiste en reservar a la Administración federal los llamados servicios de soberanía (relaciones internacionales, defensa, justicia, hacienda federal), mientras que los Estados federados suelen ser competentes en materia de servicios sociales (sanidad, educación, vivienda) y limitadamente en cuestiones de política económica que les afecten (desarrollo regional o del Estado), sin perjuicio de la unidad de la política económica general que corresponde a la federación.
Ello implica asignar a la Administración federal una misión doble. Por una parte, debe gestionar directamente sus propias tareas. Por otra, debe llevar a cabo una labor de planificación y coordinación de las tareas de las Administraciones de los Estados. Es claro que ello repercute en las características propias de la Administración federal, que presenta así rasgos de dualidad de no escasas consecuencias que se unen a otras varias dualidades de las Administraciones contemporáneas.[5]
Por otra parte, la Administración federal, cualitativamente distinta de las demás por la dualidad señalada, tiene una continua tendencia a aumentar aunque inicialmente hubiera sido diseñada como una Administración pequeña por su volumen, que debía ocuparse sólo de unos pocos asuntos. Aun sin tener en cuenta que ciertas atenciones de los Estados modernos exigen disponer de inmensos recursos que no tienen los Estados federados, el mantenimiento de la coherencia de las políticas propias de dichos Estados lleva consigo un inevitable crecimiento en volumen orgánico y en poder. Con esto corre parejo el aumento de la influencia directa o indirecta de la Administración federal sobre las propias de los Estados federados. Sea cual sea la regulación constitucional se trata de un hecho patente, aunque los medios empleados sean diversos (actuación del partido único, directrices políticas, manejo de los recursos financieros).
Otra gran cuestión a considerar se refiere a la competencia de la Administración federal y las federadas en los mismos espacios territoriales. No se trata sólo de que la federación, en su propio ámbito de materias, extienda su poder a todo el territorio. Además de esto, puede comprobarse que las Administraciones federales tienen sus propias oficinas y agencias para ciertos asuntos, generalmente de índole económica, cuya competencia territorial no coincide ni mucho menos con la propia de los Estados o las Repúblicas federadas. Así sucede incluso en los Estados Unidos, donde existe en el partido demócrata desde los años treinta una corriente favorable a una regionalización económica no coincidente con el ámbito de los Estados de la Unión. Se produce así una cierta dislocación del uso del territorio, debida sin duda al inevitable carácter de unidades económicas de los Estados actuales, factor que afecta a ésta como a otras cuestiones de las que habrá que ocuparse más adelante.
4. LA ADMINISTRACIÓN EN LOS ESTADOS UNITARIOS
Los Estados unitarios occidentales actuales están lejos de ser una realidad política simple. Por el contrario, son el resultado de una evolución integradora hacia la unidad que implicaba la desaparición de privilegios y particularismos en una lenta marcha histórica hacia la igualdad de todos ante el poder.
La Revolución francesa fue, desde luego, un paso fundamental en este proceso y quizá por ello mismo se planteó ya en la Francia revolucionaria una polémica sobre la dualidad Estado-Municipio. Mientras los girondinos, más arraigados en los medios provinciales, son partidarios de conceder amplios poderes a las entidades municipales, la tendencia jacobina, que acabó por prevalecer, era la consideración de los Municipios como una pieza menor del Estado con unas competencias limitadas, las imprescindibles para atender las necesidades más inmediatas de los vecinos).[6]
La polémica surge, sin embargo, otra vez en el siglo XIX, sobre todo en su último tercio, cuando se ha perdido al menos en parte la hostilidad hacia los cuerpos intermedios entre ciudadano y Estado. Se asiste entonces a una renovación de las aspiraciones locales. Pero no se trata ahora de revisar esta polémica siguiendo la evolución del pensamiento político. Interesa en cambio examinar la situación actual del problema centralización-descentralización, teniendo presentes las circunstancias del mundo moderno y en especial las características del Estado pluriclase.
A) La tensión centralización-descentralización. El planteamiento general.[7]
Sin duda, esta tensión constituye el principal problema de estructura territorial de los Estados unitarios. Planteándolo en términos muy generales desde su perspectiva política supone siempre la aspiración de que no todos los fines de la comunidad política sean cumplidos por el Estado central, sino que éste los traspase parcialmente a las entidades locales. Con ello, lógicamente debe disminuir el peso sobre el resto del país de la organización central y de los altos funcionarios que la sirven.
Siempre manteniendo el enunciado de la cuestión de forma muy general, ello puede verse en función de los criterios políticos personales como una auténtica involución, lo que no carece de lógica, pues supone deshacer un logro de unidad laboriosamente alcanzado. Pero también en función de las preferencias personales puede verse simplemente como una forma distinta de organización del poder.
En todo caso, lo cierto es que, desde perspectivas diferentes, se han declarado partidarios de la descentralización todos los enemigos de un Estado con una organización y una burocracia fuertes, ligados al poder político y económico. En este sentido se ha manifestado el pensamiento tradicionalista, a partir de su nostalgia del mantenimiento de los fueros bajo la autoridad paternal de la Monarquía. Pero también es partidario de la descentralización el pensamiento corporativista, que tomando elementos de las posiciones ideológicas tradicionales considera al Municipio como una entidad natural. Por razones distintas, el pensamiento liberal de mediados del XIX (y en este sentido debe recordarse a TOCQUEVILLE) se declaraba municipalista por entender que el Municipio era una escuela de ciudadanía.
En otro extremo del pensamiento político, el socialismo moderno también se ha declarado contra la centralización a causa de su hostilidad a los burócratas y su deseo de fomentar la participación ciudadana. Finalmente, el anarquismo, hostil por principio al Estado, se ha mostrado más tolerante con el poder municipal.
El resultado de esta coincidencia ideológica ha sido posiblemente una confusión general Por ello, no es extraño encontrar en los mismos textos desde evocaciones románticas de las viejas glorias municipalistas medievales, hasta reivindicaciones de nuevas formas modernas de organización municipal.[8]
Posiblemente, un enfoque correcto del problema debe hacerse tomando conciencia de un hecho claro; las fuerzas políticas tratan de aprovechar para combatir al Estado la representatividad política que ha conservado el Municipio al mismo tiempo que perdía su capacidad financiera y organizativa. Este planteamiento encuentra un amplio eco en la población tantas veces hostil al Estado, cuyo poder político y económico, rara vez correctamente comprendido, se rechaza como algo ajeno y opresor. La misma vaguedad y equivocidad del trasfondo ideológico permite que, al no hacerse el planteamiento con rigor, pueda compartirse ampliamente la aspiración sin que se ponderen los medios necesarios para llevarla a cabo, ni su adecuación real a las necesidades actuales. Por otra parte, la polémica o su trasfondo político y administrativo, no han encontrado un encuadramiento en una concepción teórica generalmente respetada al menos hasta tiempos recientes en que se mantiene la conveniencia de la descentralización para que los ciudadanos participen en los asuntos en el nivel local.
Pocas veces se advierte que el problema se ha distorsionado ampliamente como consecuencia de las modificaciones del asentamiento de la población. Las grandes migraciones del campo a la ciudad han transformado las bases reales de la cuestión, ya que las entidades municipales presentan ahora una estructura general muy distinta. Las diferencias son abismales entre los grandes municipios urbanos y las pequeñas aldeas y, por razones diversas, ni unos ni otras pueden hacer frente a los problemas modernos. Sería necesario un replanteamiento de este viejo tema, lo que desgraciadamente se está lejos de conseguir en la doctrina actual.
B) La tensión centralización-descentralización. Los problemas administrativos concretos
Junto a esta visión general nos interesan también los problemas administrativos concretos de las relaciones Estado-Municipio, bien entendido que afectan no sólo a los entes municipales, sino también a los demás entes locales de segundo grado (provincia. departamento, prefectura).
No es el menor de ellos el del tamaño y características de las entidades locales, debiendo recordarse que en el Estado unitario se trata de una cuestión regulada por la legislación del poder central. Generalmente la centralización, al estar vinculada a la igualdad, llevaba consigo el uniformismo en virtud del cual existían en todo el país los mismos entes locales sometidos a la misma legislación. Sólo con dificultades y arrastrados por las circunstancias, los Estados han ido aprobando legislaciones especiales generalmente sin consultar a los entes afectados.
Tanto las Administraciones de los entes locales sometidos al patrón unitario como las de los que se regían por legislaciones especiales estaban y continúan estando fuertemente mediatizadas por el poder central, quien aprueba sus líneas generales de estructuración y el régimen de sus funcionarios, e interviene normalmente en todas las cuestiones importantes que se plantean en la vida de las Administraciones locales. Rara vez se consiente que el Municipio 0 los demás entes locales aprueben su propia organización mediante el llamado régimen de carta, incluso cuando la legislación admite esta posibilidad.
Un segundo problema de interés es el de la distribución de funciones entre Estado y entes locales. Se asiste en los últimos tiempos al desprestigio de la vieja fórmula llamada de la «cláusula general», en virtud de la cual se declaraba que los entes locales podían realizar todas las actividades necesarias para satisfacer las aspiraciones materiales y morales de sus respectivas comunidades. La realidad ha demostrado que se trataba de una fórmula inadecuada, pues los entes locales estaban lejos de poder llevarla a la práctica.
Por ello, se ha recurrido con frecuencia a la fórmula de las competencias compartidas con el Estado o con otros entes territoriales, basada en el principio de colaboración. Desgraciadamente, como se ha visto en el caso español, ello ha venido degenerando en una desvitalización de los entes locales. Las competencias compartidas terminaban por ser concurrentes y la gestión y el poder eran asumidos por el Estado. Quizá por ello mismo gana terreno la idea de reconocer a los entes locales área de actuación preferente, sin excluir que en ella intervenga el Estado.
Pese a lo anterior, se respeta siempre, al menos en la legislación, la existencia de unos servicios mínimos a cumplir o prestar por los entes locales en beneficio de su población. Pero ello es muchas veces más ficticio que real, pues los pequeños entes carecen de recursos, incluso para hacer frente a estos servicios. La debilidad financiera de los entes locales es en este punto un factor de primera magnitud, sin olvidar su incapacidad organizativa y sus escasos y deficientes recursos humanos.
Todas las cuestiones anteriores se plantean en un primer plano si se abordan las relaciones entre el Estado y los entes locales. La doctrina jurídica tradicional las englobaba en la llamada teoría de la tutela, término que se empleaba aquí con un significado distinto al que tiene en el lenguaje vulgar e incluso en el derecho privado. En uno y otro, la tutela se refiere a las actuaciones de una persona para defender los intereses de un menor o un incapacitado. Por el contrario, en este contexto la tutela se refería al conjunto de poderes del Estado que éste ejercía en beneficio propio sobre los entes locales.
La visión convencional era que la tutela consistía, sobre todo, en el control uno por uno de los actos de importancia de las entidades locales. En la práctica se extendía a mucho más, ya que implicaba que las autoridades centrales pudieran revocar actos de los entes locales atendiendo reclamaciones de los particulares, cuando los poderes del Estado no se extendían al nombramiento y control de las autoridades así como al régimen de la hacienda local.
La situación concreta en que se encuentran los temas anteriores en cada país que sigue el modelo de Estado unitario está además fuertemente condicionada por la coexistencia de autoridades administrativas en los mismos espacios territoriales. Con frecuencia ello ha significado que las mismas personas tenían el carácter de autoridad estatal y local, como ha sucedido hasta fecha reciente en Francia con el Alcalde y el Prefecto. Pero además, en el territorio de los entes locales el Estado unitario mantiene un cuadro de poder constituido no sólo por el representante estatal, sino por una red de servicios periféricos cuya existencia y actuación son una fuerte competencia para los entes locales.
C) El contenido de la descentralización territorial
Va de suyo que una descentralización amplia y sinceramente efectuada afectar a todos estos puntos, que han de ser regulados desde luego por una ley estatal.
La descentralización ha de implicar cuando menos el traspaso de auténticos poderes de actuación, y la ausencia de control estatal salvo por los tribunales de justicia. Además, para que sea efectiva debe implicar en principio la no vinculación de las autoridades estatales y locales y la disminución del volumen y el poder de las redes periféricas del Estado. Estas condiciones son difíciles de cumplir en su totalidad, teniendo en cuenta que deben aprobarse por ley del Estado central en perjuicio de su propio poder.
Pero todo ello se refiere a los datos generales que afectan a la estructura de los entes menores. Mayor importancia tiene el contenido de la descentralización, del que depende que Se utilice ésta en sentido exclusivamente técnico para resolver problemas administrativos, o que termine por constituir una operación política. En el primer caso, se trata de traspasar a las organizaciones menores unas funciones que pueden ser de escasa entidad y que implican sólo el mejor funcionamiento cotidiano de una y otra Administración pública, la del Estado y la del ente menor. En cambio, estaremos ante una operación política cuando se traspasen tales funciones que por su volumen e importancia supongan una transformación efectiva de los entes menores. Ello significaría que éstos iban a asumir un protagonismo importante en la satisfacción de las necesidades sociales como se reclama insistentemente en los últimos tiempos. Sin embargo, esta última posibilidad entraña una dificultad adicional de no pequeña importancia. Para que los entes menores ejerzan funciones de verdadero interés es necesario arbitrar nuevas fuentes de ingresos para los mismos, o bien traspasar fondos provenientes de ingresos estatales.
En todo caso, el contenido de la descentralización está afectado por un límite que condiciona la actuación misma. La descentralización es siempre administrativa.[9] Nunca lleva consigo el traspaso de funciones políticas ni el otorgamiento de potestad de legislar a favor de los entes menores. Dichos entes que reciben la descentralización continúan encuadrados en la estructura política general de un modo similar al anterior, y están sometidos a las directrices políticas generales. Si ello no sucede siempre porque deban obedecer las decisiones del Gobierno, se desprende, desde luego, de que están sometidos a los mandatos de las leyes estatales.
D) De la descentralización a la autonomía
Las limitaciones anteriores hacen que se vea en ocasiones como insuficiente la descentralización por ser puramente administrativa y que el interés de la idea ceda el paso a las aspiraciones de que se instaure la autonomía de los entes menores. En principio, ello traduce la pervivencia de la identidad de las regiones y de los antiguos principados medievales. Por otra parte, la noción admite un planteamiento distinto cuando se trata de llevarla a la práctica, ya que por su misma amplitud caben dentro de ella una autonomía política y otra simplemente administrativa.
Debe precisarse que la autonomía implica siempre una transformación o modificación constitucional. Para que exista verdaderamente los sujetos titulares deben tener un auténtico derecho a obtenerla y este derecho no puede provenir más que de la Constitución. No existe una verdadera autonomía si el mantenimiento de ella depende de una mayoría parlamentaria que pueda modificarla o suprimirla mediante una ley. Esto significa que normalmente no se llega a una autonomía más que tras una guerra o a consecuencia de un cambio de régimen, es decir, de circunstancias que aconsejan o propician una modificación constitucional.
Por lo demás, la autonomía supone una transformación del Estado unitario, pero no su desaparición ni su transformación en un Estado federal, aunque no puede descartarse que en el Estado autonómico surjan problemas administrativos análogos a los que se plantean en países organizados como Estados federales. Como se ha dicho en otro lugar, los entes autónomos que existen en el interior del Estado unitario no son ni fueron nunca Estados independientes. Por el contrario, reciben su poder del Estado central y deben considerarse encuadrados en el seno de un Estado global o Estado-comunidad.
La transformación que implica el otorgamiento de autonomía se concreta desde nuestro punto de vista en la aparición y el robustecimiento de nuevas Administraciones públicas. Se trata de una nota esencial, que puede afirmarse tanto cuando la autonomía es política como cuando es sólo de carácter administrativo.
Otra cuestión a destacar es que la autonomía es siempre de carácter voluntario. No existe si no la desean las regiones o entes afectados. Ello supone una fuerte diferencia con la descentralización, ya que esta última es una operación política que emprenden quienes dominan el Estado central, los cuales la llevan a cabo sin consultar a la población de los entes a los que van a traspasarse las funciones.
En cualquier caso, las autonomías plantean de modo específico un gran problema, que existe sobre todo cuando son de carácter político. En este caso, se abre el tema de cómo conseguir una coordinación de las Administraciones públicas central y autonómica. Ello no sucede en los Estados descentralizados, donde en último caso siempre puede conseguirse esta coordinación mediante los mandatos contenidos en las leyes.
La cuestión es grave porque en los últimos tiempos el principal interés de los Estados occidentales consistía en el desarrollo de una política económica que permitiese obtener el bienestar. Ello ha llevado a que exista una fuerte vinculación de las Administraciones públicas con los grupos de notable poder e influencia económica. En definitiva, las Administraciones contemporáneas se han montado y organizado para actuar de modo tal que los Estados nacionales funcionasen como unidades de mercado. En consecuencia se está mal preparado para afrontar los problemas de ordenación territorial. Respecto a ellos faltan personas capacitadas y no se anda sobrado de soluciones, precisamente porque se acostumbraba a ver las grandes cuestiones administrativas desde una óptica distinta. Está abierta, por tanto, una contradicción entre una reivindicación política de autonomía muy difundida y ciertos problemas económicos y administrativos.
A la larga puede suceder que los entes declarados autónomos caigan en la misma situación en que se venían encontrando los entes locales, subordinados al Estado porque no eran protagonistas de grandes decisiones económicas. Las autonomías pueden verse abocadas a una peligrosa alternativa. O bien son fuente de decisiones macroeconómicas, lo que entraña el peligro de una falta de coordinación entre ellas y con el Estado en estos campos de gran importancia, o bien, si no son fuente de tales decisiones, pudieran quedar reducidas a organizaciones secundarias, a entes locales de mayor rango, que se ocupasen limitadamente de la cultura de las respectivas regiones y de la prestación de algunos servicios sociales de modo relativamente más ágil que la vieja Administración del Estado.
IV. ADMINISTRACIÓN y RÉGIMEN POLÍTICO
1. INTRODUCCIÓN
Mientras que el examen de la estructura plantea algunos problemas generales relativos a la distribución del poder, las cuestiones que suscita el régimen político se refieren más bien a las condiciones concretas de funcionamiento de la Administración en relación con la política.
En este punto, la distinción básica es, por supuesto, la que debe hacerse entre los regímenes totalitarios o autoritarios y los regímenes democráticos que en principio hay que considerar pluralistas. La diferencia fundamental entre uno y otro tipo de régimen es que en cada uno de ellos se da una respuesta distinta a una cuestión básica a nuestros efectos: la diferencia o identidad entre el grupo humano que ejerce el poder político el que administra profesionalmente.
En un régimen democrático se admite la existencia de una Administración profesional que es sólo un elemento, aunque elemento básico, del Estado. En consecuencia, el grupo humano de los funcionarios y en especial el de los altos burócratas puede y debe coexistir con distintas ideologías políticas e intervendrá más o menos activamente en la sociedad según la ideología del partido en el poder. En un régimen totalitario o autoritario la situación es la opuesta, identificándose en mayor o menor medida la Administración, sobre todo en sus altos niveles, con la clase política dirigente. Naturalmente uno y otro tipo de regímenes estarán siempre influidos por las circunstancias políticas, económicas y sociales de sus sociedades concretas.
2. LA ADMINISTRACIÓN EN LOS REGÍMENES TOTALITARIOS y AUTORITARIOS[10]
Ciertos factores generales comunes a todos los regímenes totalitarios influyen poderosamente en la Administración. Así, son decisivos la inexistencia de la división o separación de poderes, pese a las apariencias formales derivadas de la legislación, y el intento de absorción de la sociedad por el Estado en distinta medida según los regímenes.
Para la Administración esto significa la pérdida de su neutralidad y su profesionalidad. Administración y poder político tienden a confundirse y se exige la fidelidad al régimen de los funcionarios y en especial de los altos burócratas. Precisamente por ello la Administración se extiende en un doble sentido. Por una parte, no hay una diferencia clara entre los altos niveles políticos (Jefe del Estado, Gobierno) y la Administración. Por otra parte, la Administración como instrumento del Estado penetra profundamente en la sociedad interviniendo en ella al máximo. Suele ser particularmente importante la extensión del sector paraestatal.
A pesar de las apariencias de poder monolítico y único del dictador, y respetando la situación personal de éste, entre los diversos grupos que actúan bajo el mismo se desarrollan una serie de tensiones y luchas por el poder. La Administración, al menos la Administración civil a la que se refieren estas reflexiones, actúa como uno más de estos grupos en concurrencia con el Partido, el Ejército y eventualmente las fuerzas económicas. La identidad de cada uno de estos grupos se mantiene, a pesar de su fidelidad común al régimen y al dictador, y para mantenerla la Administración cuenta con la ventaja de su profesionalidad.
El factor corporativo tiene una importancia considerable cuando existe, pues no está ligado necesariamente al régimen totalitario o autoritario. Dejando aparte que el corporativismo ofrece un buen marco a las rivalidades entre grupos, la transformación en Corporaciones y, por tanto, en entes administrativos de grupos que antes eran privados, significa la creación o el aumento de este tipo peculiar de Administraciones públicas. Por otra parte, la Administración central aumenta su poder al venirle atribuido el control de estas Corporaciones.
La situación descrita hasta el momento es la propia de los años iniciales y los de plenitud del régimen autoritario. Tras su asentamiento definitivo se da una situación sobrevenida ligeramente distinta. Sin perjuicio de que se mantenga el esquema formal, la profesionalidad de la Administración va cobrando importancia. Guste o no a los políticos en el poder, hay que reclutar a los administradores teniendo en cuenta su capacidad técnica y ésta acaba finalmente por imponerse. Puede formarse un grupo especialmente cualificado por esta capacidad (tecnócratas), pero también es posible que ante el vacío del régimen, los burócratas conquisten la zona propiamente política del aparato orgánico. Dada la falta de políticos de probada fidelidad y suficientemente preparados, el dictador elige una y otra vez para los puestos políticos a altos funcionarios con experiencia, con tal de que no hayan manifestado un disentimiento activo respecto al régimen. De este modo, la pérdida de neutralidad de la Administración acaba por verse compensada por un aumento de su poder.
3. LA ADMINISTRACIÓN EN LOS REGÍMENES DEMOCRÁTICOS.
PRESIDENCIALISMO y PARLAMENTARISMO[11]
A) Generalidades
Como se ha dicho, en un régimen democrático la Administración presenta los rasgos generales de profesionalidad, y debe convivir con las distintas tendencias políticas que vayan sucediéndose en el poder. Ello plantea algunos problemas respecto a la función pública y la burocracia que son distintos según operen de un modo u otro factores a políticos como la estructura federal o unitaria del Estado o el modo específico como se entienda la división o separación de poderes.
Sin embargo, el factor principal en el que seguidamente se hace hincapié es la diferencia entre régimen presidencialista y parlamentario. En el examen de ambos, debe huirse de una identificación entre presidencialismo y separación de poderes, que se da en los Estados Unidos de América, pero no en otros países. Se insiste en ello porque ha sido en este punto en el que se han hecho generalizaciones excesivas por la doctrina, como se ha advertido más arriba.
B) La Administración en los regímenes democráticos presidencialistas
El problema general que se plantea en este tipo de regímenes es el de asegurar el control del presidente sobre la Administración. Pueden seguirse al respecto dos sistemas. Uno de ellos consiste en atribuir directamente poderes sobre la Administración al Presidente. Se trata del sistema norteamericano, donde el titular del Ejecutivo tiene una serie de potestades sobre cuestiones clave para el funcionamiento de la Administración federal (presupuestos, ordenación económica), debiendo destacarse especialmente las potestades sobre la Administración de personal.
Un sistema distinto es el francés, en el que, sin atribución de poderes directos, se produce una vinculación entre el Presidente y su entorno y el Gabinete y los servicios dependientes del Primer Ministro, a partir de los cuales se enlaza con el resto de la Administración. El reclutamiento de altos burócratas para que se integren en el Gabinete o a la Secretaría del Presidente da lugar a una red de relaciones formales o informales de la Presidencia de la República con los sectores administrativos clave.
Nótese que se está hablando de un problema específicamente administrativo y no político. En ningún caso, se discute que formalmente el Presidente es el jefe directo de la Administración. Lo que se cuestiona es el modo empleado para asegurar que esta jefatura sea efectiva en la práctica y no se trate de un poder difuminado al ejercerse a través de los Ministros y los demás altos cargos.
Junto a este problema general debe mencionarse otro que se da cuando el presidencialismo se complica con una rígida separación de poderes. Se plantea entonces una disputa entre el Presidente y el Parlamento por el control de la Administración, a partir del punto de vista según el cual esta última, como elemento y servidora del Estado en general, no debe estar sometida a uno sólo de los poderes. Si bien es cierto que el Presidente ejerce el mando directo, también lo es que la Administración pública está sometida a las leyes del Parlamento. Esta cuestión, que se planteó en la política práctica de los Estados Unidos de América, fue decidida por el Tribunal Supremo de aquel país a favor de la supremacía del Presidente.[12]
C) La Administración en los regímenes democráticos parlamentarios
En este tipo de regímenes se da un predominio indiscutido del Gobierno sobre la Administración. La razón es que el Gobierno domina de hecho al Parlamento al haber salido precisamente de la mayoría parlamentaria, por 10 que su poder sobre la Administración es doble. De una parte, cuenta con la supremacía habitual del Gobierno sobre la Administración. De otra, tiene en la práctica la posibilidad de modificar las leyes reguladoras de la Administración pública.
No es ajeno a esta circunstancia el que, paradójicamente, la Administración tenga mayores problemas de estabilidad en un régimen parlamentario que en otro de carácter presidencialista. En este último, al renovarse el equipo político cambian los cargos de confianza del entorno del Presidente, pero normalmente el resto de los funcionarios se mantiene. En el parlamentarismo, en cambio, se da una tendencia a una renovación mucho mayor que afecta no sólo a los cargos de confianza política, sino también a los niveles jerárquicos inferiores donde los puestos están reservados a funcionarios, pero las autoridades pueden nombrar libremente a unos funcionarios u otros.[13]
La situación dependerá en la práctica de la presión mayor o menor que ejerza sobre la Administración el partido triunfante en las elecciones, lo que se complica con otro tema, este último clásico en las ciencias administrativas, la fijación del límite entre puestos políticos y puestos desempeñados por funcionarios que no pueden ser destituidos por haber llegado a ellos como una etapa de su carrera, de acuerdo con los requisitos reglamentarios. Se trata de un problema que se presenta con una gran fluidez, ya que a los puestos convencionales y más conocidos se une el conjunto de los que están a disposición del Gobierno en el sector administrativo paraestatal y en las empresas públicas.
El Gobierno y el partido que lo sustenta puede optar por renovar sólo un número limitado de cargos. En este caso, en la práctica, el grupo gobernante, más interesado en la lucha política propiamente dicha que en la marcha de los asuntos o carente del suficiente número de técnicos afiliados al partido, abandona la gestión diaria a la Administración.
Pero puede suceder también que el Gobierno se lance a una renovación masiva de los cargos porque el partido que lo apoya intenta una transformación en todos los niveles y dispone o cree disponer del suficiente número de técnicos de probada capacidad, o porque no valore la formación de quienes ocupan puestos públicos.
De que se siga uno u otro de los términos de esta alternativa dependerá que inicialmente se dé una situación de colaboración o enfrentamiento entre Gobierno y Administración. Se trata, sin embargo, salvo excepciones, de un problema de los primeros meses posteriores a la renovación del Gobierno, llegándose después de un modo u otro a una situación de ajuste y estabilidad, aunque ésta puede no encontrarse exenta de recelos mutuos entre políticos y funcionarios.
[1] Pues, desde luego, así como existe un Gabinete de la Presidencia de la República, existen también en las Casas civiles de los Monarcas personas dedicadas a tareas de documentación y estudio que con frecuencia se reclutan entre los altos funcionarios.
[2] 28. En este sentido, Gournay, lntroduction a la science administrative, Colin, París, 1970, p. 232.
[3] 29 GIANNINI, Premisas sociológicas e históricas del derecho administrativo, trad. esp., Instituto Nacional de Administración Pública, Madrid, 1980, p. 27.
[4] Véase GOURNAY, op. cit., Pp. 231-232.
[5] 31. No se olvide, sin embargo, que normalmente las Administraciones federales no asumen funciones que impliquen directamente tareas de gestión más que a propósito de los servicios de soberanía. Ello puede ser una diferencia importante respecto a los Estados autonómicos.
[6] Véase GARCÍA DE ENTERRÍA. Revolución francesa y Administración contemporánea, Taurus, Madrid, 1981, pp. 71 ss. En la doctrina francesa, SATEL, «Les Jacobin5 et r Administration", Revue de Droit Public et de la Science Politique, n." 4, 1984, pp. 885ss.
[7] 33. Sobre el tema, desde la perspectiva que aquí nos interesa, véase EISENMANN. «Las estructuras de la Administración», en LANGROD. Tratado de ciencia administrativa, trad. esp., Instituto Nacional de: Administración Pública, Madrid, 1973, pp. 343 ss., en especial pp. 369 ss.
[8] 34. Así suele suceder, por ejemplo, en las Exposiciones de Motivos de las leyes o proyectos de leyes de régimen local.
[9] 35. Es decir, aunque la operación emprendida por el Estado central puede tener gran envergadura política o limitarse al traspaso de tareas de menuda importancia, el poder que reciben los entes a cuyo favor se lleva a cabo la descentralización es siempre de carácter predominantemente administrativo y no político, aunque las decisiones concretas tomadas por los entes locales se adoptan en función de ideologías o de aficiones políticas. Pero se refieren siempre a temas de alcance limitado al ámbito local.
[10] 36. Es sorprendente la escasez de la bibliografía dedicada monográficamente al tema. Una búsqueda de la misma hace pocos años en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos para elaborar la primera redación de una obra proyectada en colaboración con BAÑON, Régimen autoritario y estructura administrativa, arrojó unos resultados bastantes pobres.
En la literatura anterior o simultánea a la Segunda Guerra Mundial, véase Oeffenttiche Verwaltung im neuereich, Spatch und Linde, Berlín, 1933; DIENER, Staatsorganisation und rechtslehre im faschistischen Italien, Deckers Verlag, Berlín, 1940, y KLUGE. Veifassun und verwaltung, im Grossdeutschen Reich, 3.aed., P. Schmidt, 1941.
En la literatura posterior, es de mayor interés EBENSTEIN, The Nazi State, Octagon Books, 1975 (aunque es la reimpresión de una obra publicada por primera vez en 1943), sobre todo por lo que se refiere al crecimiento de las organizaciones separadas del Estado en la época de Hitler.
No encuentro, en cambio, alusiones de mayor interés a nuestro tema en Alberto ACQUARONE, L' organizzazione dello Stato totalitario, Einaudi, Turín, 1965, obra centrada más bien en la historia del fascismo; LUBASZ, Fascism: three major regimes, Wiley, Nueva York, 1973, y STEINER, Government in Fascist Italy, Greenwood Press, Westport, Connecticut, 1975 (reimpresión de la obra publicada por primeran vez en 1938). Si acaso esta última dedica alguna atención mayor a la Administración local, pero se habla del Consejo de ministros en una sola página y se omite toda referencia a los cuadros de la Administración central.
Dada la íntima conexión entre ambos temas, véase además la bibliografía citada en el capítulo siguiente a propósito de la situación de la Administración pública en los regímenes de partido único. En todo caso, en la bibliografía más reciente, véase el número 10 de 1998 del Jahrbuch Europäische Verwaltungsgechichte, Nomos Verlag, Baden-Baden, dedicado monográficamente al tema.
[11] 37. Véase con carácter general DEBBASCH, Ciencia administrativa. Administración pública, trad. esp., Instituto Nacional de Administración Pública, Madrid, 1981, pp. 55 ss.
[12] 38. DEBBASCH, op. cit., p. 56.
[13] 39. En este sentido, DEBBASCH, op. y loc. cit. Véanse también las consideraciones que hace GOURNAY en L' Administration, Presses Universitaires de France, París, ed. de 1980, p. 96. Según dicho autor, los nuevos dueños destituyen de sus puestos en la Administración a los fieles del régimen anterior ya los grandes empleados que se habían comprometido, quisieran o no, con dicho régimen. Aunque la afirmación se refiere a los cambios de régimen y no de gobierno en el régimen parlamentario, entiendo que conviene también perfectamente a este último caso.

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